Algo tienen de especial las tardes de primavera, de esta primavera que avanza sin remedio hacia el verano. Año tras año me provocan una sensación deliciosa, que me remite a momentos mágicos de tiempos pasados. Me refiero a esas tardes en las que el día roba horas a la noche y el Sol aún no calienta tanto como para hacer demasiado sofocante un paseo por el barrio (porque a mí, todo hay que decirlo, me pirran los barrios; pero de eso hablaremos en otro momento).
Estos días estoy trabajando en la corrección de la novela y a eso de las ocho u ocho y media lo dejo y me voy a pasear. Hay un parque estupendo al lado de casa y le tengo cogida la hora al Sol cuando se va a dormir, más allá de un apacible estanque donde viven a sus anchas una docena de patos. Después, doy un largo rodeo de regreso a casa y me siento a tomar un par de cervezas en el Calderon —o eso querría hacer, a ver si al amigo Jose le da por abrir de una vez por las tardes—, cuyo bar ocupa el lugar más fresco y agradable de toda la larga avenida.
Si hay suerte, Marta se une a mí en ese momento para disfrutar de un par de tapas de caracoles. Porque también para ella guardan un encanto especial estas tardes de primavera. Me refiero a eso, a los caracoles, pequeñas y al parecer deliciosas babosas que ella degusta con ansiedad casi infantil ante mi indiferente mirada. ¡Se está tan bien en ese momento, apenas un par de horas del día, al final de éste, cuando ya todo ha quedado atras...!
Y es esa sensación de placidez la que me hace volver a mi niñez, cuando le ganabas horas de juego a las de sueño, cuando podía pasar más tiempo con Ana, Noe, Miguel, Antoñito o Javi Chico, meneando el bigote con los bocadillos de salchicha que me zampaba a eso de las ocho u ocho y media en lo que las madres daban en llamar “merienda-cena”.
Con más nostalgia aún recuerdo esas tardes de mayo-junio a mis quince o dieciséis años, esa edad iniciática para todo en que me tendía en mi cama, la cabeza a los pies, mirando hora tras hora cómo se oscurecía el cielo a través de mi ventana. En un walkman blanco, Aiwa si mi memoría no me falla, pasaba sin cesar el primer álbum en solitario de Paul Simon, que a pesar de aparecer con parka y gorro en la portada, siempre me ha resultado tan refrescante y veraniego como cualquiera de los Beach Boys. Con ese mismo walkman me daban las tantas de la noche, sin dejar de mirar las estrellas por esa ventana, escuchando a Carlos Pumares y su Polvo de Estrellas de Antena 3, o el programa Historias, de Radio Nacional de España, con Juan José Plans, “para pasarlo de miedo con miedo”.
También era a esa última hora de la tarde cuando mejor se estaba en la terraza de casa de mis abuelos, a pesar del murete que tanto molestaba a mi abuela porque no le dejaba ver la calle. Cuántos Hemingways, LeCarres, Conan Doyles o Terenci Moix no habré leído allí, con el tentempié de unas patatas fritas y un refresco, y los breves interludios para debatir con mi abuelo sobre cualquier cosa que estuviéramos leyendo.
Si ya lo decían mis niños, S&G: “Preserva tus recuerdos, es todo lo que te quedará”. Por mi parte atesoro bien todas esas tardes pre-estivales, y espero seguir sacándole jugo a muchas más. De momento, y hasta que llegue el calor, ya sabéis dónde encontrarme al morir el día.
Estos días estoy trabajando en la corrección de la novela y a eso de las ocho u ocho y media lo dejo y me voy a pasear. Hay un parque estupendo al lado de casa y le tengo cogida la hora al Sol cuando se va a dormir, más allá de un apacible estanque donde viven a sus anchas una docena de patos. Después, doy un largo rodeo de regreso a casa y me siento a tomar un par de cervezas en el Calderon —o eso querría hacer, a ver si al amigo Jose le da por abrir de una vez por las tardes—, cuyo bar ocupa el lugar más fresco y agradable de toda la larga avenida.
Si hay suerte, Marta se une a mí en ese momento para disfrutar de un par de tapas de caracoles. Porque también para ella guardan un encanto especial estas tardes de primavera. Me refiero a eso, a los caracoles, pequeñas y al parecer deliciosas babosas que ella degusta con ansiedad casi infantil ante mi indiferente mirada. ¡Se está tan bien en ese momento, apenas un par de horas del día, al final de éste, cuando ya todo ha quedado atras...!
Y es esa sensación de placidez la que me hace volver a mi niñez, cuando le ganabas horas de juego a las de sueño, cuando podía pasar más tiempo con Ana, Noe, Miguel, Antoñito o Javi Chico, meneando el bigote con los bocadillos de salchicha que me zampaba a eso de las ocho u ocho y media en lo que las madres daban en llamar “merienda-cena”.
Con más nostalgia aún recuerdo esas tardes de mayo-junio a mis quince o dieciséis años, esa edad iniciática para todo en que me tendía en mi cama, la cabeza a los pies, mirando hora tras hora cómo se oscurecía el cielo a través de mi ventana. En un walkman blanco, Aiwa si mi memoría no me falla, pasaba sin cesar el primer álbum en solitario de Paul Simon, que a pesar de aparecer con parka y gorro en la portada, siempre me ha resultado tan refrescante y veraniego como cualquiera de los Beach Boys. Con ese mismo walkman me daban las tantas de la noche, sin dejar de mirar las estrellas por esa ventana, escuchando a Carlos Pumares y su Polvo de Estrellas de Antena 3, o el programa Historias, de Radio Nacional de España, con Juan José Plans, “para pasarlo de miedo con miedo”.
También era a esa última hora de la tarde cuando mejor se estaba en la terraza de casa de mis abuelos, a pesar del murete que tanto molestaba a mi abuela porque no le dejaba ver la calle. Cuántos Hemingways, LeCarres, Conan Doyles o Terenci Moix no habré leído allí, con el tentempié de unas patatas fritas y un refresco, y los breves interludios para debatir con mi abuelo sobre cualquier cosa que estuviéramos leyendo.
Si ya lo decían mis niños, S&G: “Preserva tus recuerdos, es todo lo que te quedará”. Por mi parte atesoro bien todas esas tardes pre-estivales, y espero seguir sacándole jugo a muchas más. De momento, y hasta que llegue el calor, ya sabéis dónde encontrarme al morir el día.