El sacerdote abrió la caja y tomó el preciado objeto. Extendió los brazos para presentarlo a todos. Se arrodillaron e inclinaron la cabeza. Se hizo el silencio. Poco a poco fueron surgiendo las voces, tímidas al principio, más ansiosas después. Unos pedían, otros preguntaban. El amor, la enfermedad, la pobreza, la virtud, el futuro, el pasado… Ante ellos, el sacerdote exponía el objeto abierto contra su pecho, dejando a la vista todos aquellos signos y marcas que ya nadie sabía interpretar. Hacía muchos años de la muerte del último hombre que era capaz de obtener conocimiento del objeto sagrado. Cientos de años atrás, contaba la leyenda, hubo millones como aquél, y en ellos se guardaban todas las respuestas. Por eso, cuando lo encontraron por casualidad oculto entre las rocas, decidieron adoptarlo como deidad.
Mientras escuchaba las súplicas de su pueblo, de reojo, el sacerdote miraba los rasgos en el lado frontal del ídolo. No significaban nada para él, pero intuía que debían decir algo importante, más aún, apasionante. Unos siglos atrás alguien le hubiera revelado el mensaje: Veinte mil leguas de viaje submarino.
Mientras escuchaba las súplicas de su pueblo, de reojo, el sacerdote miraba los rasgos en el lado frontal del ídolo. No significaban nada para él, pero intuía que debían decir algo importante, más aún, apasionante. Unos siglos atrás alguien le hubiera revelado el mensaje: Veinte mil leguas de viaje submarino.