Es curioso la cantidad de entradas de este blog que se me han ocurrido mientras tomo café en el bar que hay junto a la redacción. Y es un bar como cualquier otro, nada especial, al que suele acudir una fauna tan variopinta como la de tantos otros locales similares: madres tras dejar a sus hijos en el colegio, empleados municipales de parques y jardines, obreros de la construcción, señores estirados en mitad de un negocio...
Hoy estaba dando cuenta de la tostada con aceite y tomate, leyendo las barbaridades diarias de un Antonio Burgos cada vez más radical, cuando una frase se escapó de la mesa a mi lado y me zarandeó: "A mí, macho, es que me da todo igual. Que si el aborto, que si los gays, que si la Iglesia… Mientras yo tenga mi curro y el Betis no vuelva a bajar, que hagan lo que quieran".
Hablaban de política, claro. Y no me importa ni me interesa el tema concreto al que se referían. Lo que me hizo reflexionar fue esa actitud pasiva cada vez más extendida entre gente de todas las edades. Igual es que han escuchado por ahí aquella famosa frase: "Haga como yo, no se meta en política", y como suena a eslogan publicitario, pues han picado. Igual no saben que quien largó la frasecita de marras fue aquel general chusquero que impuso la danza del sable en España durante cuarenta años.
Pan y circo es una fórmula que, parece mentira, sigue funcionando más de dos mil años después que la desarrollaran los romanos. Aún no me explico cómo se las apaña uno para pensar que el pueblo es una cosa y la clase política otra; gente especial, algo así como una estirpe real, pero en lugar de con sangre azul, con una de tono más bien gris putrefacto.
Pero ya sabemos que no es así. Los políticos son hombres y mujeres como cualquier otro mortal, a los que sus vecinos van respaldando poco a poco con su apoyo hasta convertir a alguno de ellos en presidente de la comunidad… nacional. Pero claro, a esa clase política a la que se apoya con ardor en épocas electorales no se la puede dejar sola; hay que vigilarla y mandarla a hacer puñetas si es necesario.
Porque eso de tirarse en el sillón y allá me las den no conlleva buenas consecuencias. Tal vez no ahora, tal vez no durante algunos años, pero si las cosas se ponen feas, conviene que haya siempre ahí un pueblo firme, comprometido y dispuesto a agarrar al político que saque los pies del plato y darle un buen puntapié en el trasero.
En realidad yo no quería divagar tanto sobre el tema. Si he de ser sincero, ese comentario en el bar me llevó por alguna razón a pensar en un hermoso poema de Bertol Brecht -aunque también se apunta la autoría de Martin Niemöller- precisamente sobre esa actitud complaciente y comodona de cruzar los brazos y dejar que otros se las apañen. Lo recuerdo bien porque me quedé impresionado cuando José Sacristán lo leyó en un acto de homenaje a Miguel Ángel Blanco, ejecutado por ETA. Me impresionó el texto, me impresionó el talento del actor al recitarlo, y me dejó clavado en el sillón el bochornoso espectáculo de miles de peperos abucheando al artista, emulando todos al unísono el delicado sonido de una manada de reses mugiendo temerosas ante la proximidad de un lobo, al grito de: "¡Comunista!"
Hoy estaba dando cuenta de la tostada con aceite y tomate, leyendo las barbaridades diarias de un Antonio Burgos cada vez más radical, cuando una frase se escapó de la mesa a mi lado y me zarandeó: "A mí, macho, es que me da todo igual. Que si el aborto, que si los gays, que si la Iglesia… Mientras yo tenga mi curro y el Betis no vuelva a bajar, que hagan lo que quieran".
Hablaban de política, claro. Y no me importa ni me interesa el tema concreto al que se referían. Lo que me hizo reflexionar fue esa actitud pasiva cada vez más extendida entre gente de todas las edades. Igual es que han escuchado por ahí aquella famosa frase: "Haga como yo, no se meta en política", y como suena a eslogan publicitario, pues han picado. Igual no saben que quien largó la frasecita de marras fue aquel general chusquero que impuso la danza del sable en España durante cuarenta años.
Pan y circo es una fórmula que, parece mentira, sigue funcionando más de dos mil años después que la desarrollaran los romanos. Aún no me explico cómo se las apaña uno para pensar que el pueblo es una cosa y la clase política otra; gente especial, algo así como una estirpe real, pero en lugar de con sangre azul, con una de tono más bien gris putrefacto.
Pero ya sabemos que no es así. Los políticos son hombres y mujeres como cualquier otro mortal, a los que sus vecinos van respaldando poco a poco con su apoyo hasta convertir a alguno de ellos en presidente de la comunidad… nacional. Pero claro, a esa clase política a la que se apoya con ardor en épocas electorales no se la puede dejar sola; hay que vigilarla y mandarla a hacer puñetas si es necesario.
Porque eso de tirarse en el sillón y allá me las den no conlleva buenas consecuencias. Tal vez no ahora, tal vez no durante algunos años, pero si las cosas se ponen feas, conviene que haya siempre ahí un pueblo firme, comprometido y dispuesto a agarrar al político que saque los pies del plato y darle un buen puntapié en el trasero.
En realidad yo no quería divagar tanto sobre el tema. Si he de ser sincero, ese comentario en el bar me llevó por alguna razón a pensar en un hermoso poema de Bertol Brecht -aunque también se apunta la autoría de Martin Niemöller- precisamente sobre esa actitud complaciente y comodona de cruzar los brazos y dejar que otros se las apañen. Lo recuerdo bien porque me quedé impresionado cuando José Sacristán lo leyó en un acto de homenaje a Miguel Ángel Blanco, ejecutado por ETA. Me impresionó el texto, me impresionó el talento del actor al recitarlo, y me dejó clavado en el sillón el bochornoso espectáculo de miles de peperos abucheando al artista, emulando todos al unísono el delicado sonido de una manada de reses mugiendo temerosas ante la proximidad de un lobo, al grito de: "¡Comunista!"
Pero ésa es otra película.
Primero vinieron a por los judíos y no dije nada,
porque yo no era judío.
Después vinieron a por los comunistas y no dije nada,
porque yo no era comunista.
Más tarde vinieron a por los sindicalistas y no me importó
porque yo no era sindicalista.
También vinieron a por los intelectuales,
pero como yo no era un intelectual, me dio lo mismo.
Luego vinieron a por los católicos, pero no me importó,
porque yo era protestante.
Por último vinieron a por mí.
Entonces sí que reaccioné y grité,
pero ya era demasiado tarde.
No quedaba nadie para decir algo
en mi defensa.
porque yo no era judío.
Después vinieron a por los comunistas y no dije nada,
porque yo no era comunista.
Más tarde vinieron a por los sindicalistas y no me importó
porque yo no era sindicalista.
También vinieron a por los intelectuales,
pero como yo no era un intelectual, me dio lo mismo.
Luego vinieron a por los católicos, pero no me importó,
porque yo era protestante.
Por último vinieron a por mí.
Entonces sí que reaccioné y grité,
pero ya era demasiado tarde.
No quedaba nadie para decir algo
en mi defensa.
Bertol Brecht / Martin Niemöller